PADRES E HIJOS DE LOS KAFKA A LOS SIMPSON
- Si al siervo no le pertenecen las tierras ni los frutos de su trabajo, al niño de la familia pequeñoburguesa no le pertenecen sus pasiones: está obligado a tributar su futuro. La crianza es una experiencia de endeudamiento. La herencia pequeñoburguesa es sutil transferencia de identificaciones. Una especie de feudalismo emocional. El padre pregunta desconcertado: “¿A quién saliste así?”. El hijo admite: “No soy lo que esperabas de mí”. El padre sufre como si le violaran una caja de seguridad. Extraña culpa la del desencanto. Walter Benjamin observó que “en las extrañas familias de Kafka, el padre vive del hijo y pesa sobre él como un enorme parásito”. La Carta al padre de Kafka relata esa sumisión histórica en tiempos del amor. El problema de la familia fue, desde sus comienzos, el poder del padre enquistado como deuda de amor. Pero nuestros tiempos ya no son los del amor al padre como deuda moral, sino como perplejidad compartida de un desencuentro civilizatorio.
- El malentendido (o el sobreentendido, que es el malentendido exitoso) es la figura de la proximidad amorosa. La palabra del hijo tartamudea, el miedo inmoviliza su lengua, no termina de decir lo que quiere decir, ni de explicar lo que le pasa ni de declarar los sentimientos plegados en sus dolores. El hijo no puede darse a conocer y el padre, cuanto más cree conocerlo, más lo desconoce. Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro.
- Después de Kafka, los hijos del siglo XX, cada tanto, asumen una posición mesiánica: vienen a componer un mal, a limpiar una culpa, a liberar una potencia, a realizar una obra que mejore el mundo. Asumen la misión de salvar a los padres de la vida que tienen. (En 1903, M’hijo el dotor, de Florencio Sánchez, es una figura rioplatense del mesianismo familiar de las primeras décadas del siglo XX.) Otras veces, la obra del hijo impugna el mundo del padre, que es la historia social habitada por esa pequeña biografía que envejece. Tener un hijo, después de Kafka, es poner en cuestión la propia vida y ser padre es ofrecerse a ese cuestionamiento. Carta al padre suele leerse como protesta dolorida ante la autoridad paterna o como confesión de un hijo avergonzado por sus debilidades; el texto de Kafka atraviesa ambas posiciones sin encallar en esos lugares. Escriben Deleuze y Guattari (Kafka. Para una literatura menor, Editora Nacional, Madrid, 2002): “El problema con el padre no es cómo volverse libre en relación con él (problema edípico), sino cómo encontrar un camino donde él no lo encontró. La hipótesis de una inocencia común, de una angustia común del padre y del hijo es, por lo tanto, la peor de todas: el padre aparece en ella como un hombre que tuvo que renunciar a su propio deseo y a su propia fe (...) y que conmina al hijo a someterse sólo porque él mismo se sometió al orden dominante en una situación que aparentemente no tenía salida. (...) En suma, no es Edipo el que produce la neurosis, es la neurosis –es decir, el deseo ya sometido y que busca comunicar su propia sumisión– la que produce a Edipo”. Para Deleuze y Guattari, en Carta al padre no sólo se leen reclamos y acusaciones de un hijo que responsabiliza a su padre por el sentimiento de inseguridad en sí mismo que ha desarrollado, sino que se advierten tramas micropolíticas del deseo. El padre pretende algo peor que someter al hijo: propagar su propia sumisión.
Un hijo podría defenderse y hasta rebelarse ante un padre injusto y dominante, pero ¿qué hacer ante un padre que difunde tiernamente su propia derrota?, ¿cómo responde el hijo obligado al conformismo como prueba de gratitud?, ¿cómo se rehúsa al servilismo, sin traicionar ese amor? Ese rechazo pone a la vista la miserabilidad del padre, como si le dijera “no quiero tu vida”. El hijo no puede evitar ser cruel con quien tanto lo ama. El hijo suele decir al padre: “No quiero ser como vos”; como si temiera o rechazara la posibilidad de una identificación. Tal vez se trata de enunciar otra proposición: “No quiero el mundo que te hizo vivir así”.
La idea de encontrar una salida en donde el otro no la encontró plantea una tristeza de comienzo: el hijo viene al mundo para denunciar el encierro del padre. Tener un hijo no es precisamente tenerlo (como se tiene un auto o un dolor de muelas); tener un hijo es tener un testigo: dar lugar a otra conciencia que denuncia la mentira del convicto que pinta su estrecha celda como paraíso del deseo. La fantasía paranoica de los padres, en la literatura (Layo o el rey Basilio de La vida es sueño) puede leerse como súplica disfrazada de que el hijo desee lo que el padre tiene.
- Kafka relata la invención de la interioridad como territorio propicio para una huida. La interioridad es su escondite: se oculta para tener una vida. La literatura es su secreto.
- Esa decisión lo lleva hasta el límite de perder su vida (“mi vida ya no es mi vida”). Parece atrapado en una paradoja de amor: quiere salvar a su padre pareciéndosele, pero salvándolo se pierde a sí mismo.
Marcelo Percia
1 comentario:
uffffffffff......
Publicar un comentario